En su precario refugio nadie estampó las siglas de UNHCR (ACNUR), pero debieron igualmente ir de puerta en puerta pidiendo acogida. No tomaron cayuco, no se apiñaron en ninguna barcaza destartalada, no se vendieron a ninguna mafia sin escrúpulos, pero huían de la violencia de los poderosos. No soñaron con una Europa, entonces aún salvaje y desintegrada, pero eran también refugiados.
La disyuntiva de las puertas abiertas o cerradas, de la acogida o el blindaje no es de nuestros días. La violencia siempre ha empujado al humano a hacer atillo o maletas y escaparse apenas con lo puesto. El desierto es ancho y Belén no dista mucho de Bucha o Bajmut. ¿Qué es la Navidad sino la fiesta del pequeño Refugiado que nacía a un mundo convulso para inundarlo de amor?
Son ya siglos celebrando la llegada de ese universal Perseguido, sin embargo, llegamos a pensar que nos habían arrebatado la Navidad entre celofán estampado de «Felices precios», secuestrada a la carrera en un carro de compra con destino a una noche sobrecargada de champán; que la habían fulminado por anuncios de comprar y más comprar; que nosotros mismos la habíamos asfixiado bajo la gabardina del «progre» que llevamos dentro.
Llegamos a pensar que no tendríamos valor para buscar el Belén, de levantarlo a la vera de una Mariupol martirizada ¿Cuando ciudades de medio millón de habitantes son reducidas a escombros, quién le cantará a ese Niño que tomó carne para invitarnos a vivir como hermanos? En el año en que la guerra retorna a Europa, toca cantar si no más alto, sí con más sentido. Cobra si cabe más razón la eterna fiesta del amor fraterno. Habrá que revolver el trastero para dar con ese Nacimiento, habrá que sacarle especial lustro. ¿Buscar musgo para las prados, arena para los caminos, plata para los ríos, adornar el Belén…, no será al fin y al cabo rotular un “Peace in Ukraine”? Icemos la estrella que alumbre a quienes hoy, al igual que hace dos mil años, dejan todo atrás. Nuestro mundo urge ahora más que nunca de esa historia de amor que reponemos cada año. Historia mil y una veces contada y cantada, mil y una veces necesitada.
Aún sigue ahí la entrañable Navidad, algo asustada entre tanto deslumbre de neón, algo descolorida de olvido. Aún llama a nuestra puerta, aún podemos insuflarle ternura, magia, inocencia, solidaridad. Nuestras tardes reclaman un fondo de «Adeste fidelis» que ralentice el paso en el asfalto. Nuestras plazas reivindican una tregua ganada en favor de la cordialidad, la sonrisa y los buenos deseos. Entre el laberinto de fiestas pasajeras, la Navidad no caduca porque es una permanente llamada a vivificar lo más noble que mora dentro de nosotros mismos. Por más que se la agobie con incesante invitación al consumo, por más que se intente empequeñecerla al tamaño de simple negocio…, las Navidades nunca dejaran de ser la más firme apelación a la fraternidad humana.
Estamos hechos para dar, acoger, honrar con plena libertad, con gozo. He ahí el secreto de nuestro paso por la Tierra. La posibilidad de dar es el mayor regalo con el que hemos venido al mundo. ¿Qué son por lo tanto las Navidades sino el recuerdo de la llegada de ese Refugiado que lo dio absolutamente todo?
Las tabletas de turrón se van apilando en ese rincón de la cocina que sólo ella conoce. Hombres cargados de luces, encaramados en largas escaleras arrebatan, con excusa de adorno, a los cielos retazos de oscuridad. En los jardines de nuestras ciudades se organiza el campamento de refugiados al que retorna una Familia singular. En el calor del hogar alguien desempolva las figuras ya asfixiadas de un Belén anhelante de su lugar presidencial… Una vez más viene sin avisar, se toma la confianza de sorprendernos en pleno ajetreo invernal, pero algo nos llama a adherirnos a esta Fiesta universal. ¡Sea bienvenida una vez más!